CONSTITUCIÓN Y RELIGIÓN EN ESPAÑA (1812 - 1978)
Por José M. Lafora
Ha de ser propósito de quienes creemos en los valores democráticos contribuir en lo posible al avance de un modelo social laico que arranque de actitudes laicistas. Para ello, hemos de llegar al convencimiento de que una Sociedad laicista con un Estado laico no solo es lo saludable, sino que, además, es lo justo si atendemos a cómo debe configurarse un tejido democrático sin fisuras. Con total evidencia, para hablar de laicismo hay que partir de una precisión necesaria y terminante: las religiones; por fundamentar sus códigos éticos y morales en supuestas divinidades y, por lo tanto, basarse en la fe como propuesta para ser aceptada por los individuos; constituyen una opción de aceptación voluntaria en un contexto estrictamente de carácter privado. El gobierno de una Sociedad civil con los criterios morales de una confesión se llama Teocracia. Pero en una democracia sedebe gobernar por, con y para TODA la ciudadanía, independientemente de las creencias o descreencias de cada cual por lo que no deben tener cabida, en el ámbito público, la presión, la influencia o la imposición de facto del fenómeno religioso.
Del párrafo que antecede, de manera inevitable, se desprenden las primeras dudas: ¿laico?, laicista?. Se hace necesario, pues, delimitar conceptos para tratar de evitar o, cuando menos, obstaculizar interpretaciones interesadas que hacen malabares con los términos y manipulan intencionalidades para, en definitiva, seguir tratando de prolongar el largo asedio confesional a que sigue sometido el Estado Español. Un adecuado uso del diccionario, en este sentido, nos ayudará:
Aconfesionalidad: Falta de adscripción o vinculación a cualquier confesión religiosa.
Laico/ca: Independiente de cualquier organización o confesión religiosa.
Laicismo: Doctrina que defiende la independencia de las personas o de la Sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión religiosa.
Laicidad:Según la R.A.E.: Principio que establece la separación entre la sociedad civil de la sociedad religiosa. Definición un tanto incompleta por lo que deberíamos convenir, atendiendo al sentido práctico, que laicidad es la cualidad que deriva del adjetivo laico. Por lo tanto, laicidad de un Estado es la percepción, la seña de identidad que transmite dicho Estado por el hecho de ser laico. Autores especializados como Prelot han llegado a una definición más sutilmente formulada. Así, laicidad es un concepto referido a “los límites impuestos a la libertad religiosa en la sociedad política/civil, en nombre del interés general” ( PRELOT, P.H., Laïcité et liberté de religion (Pour un définition juridique de la laïcité), en Doctrines et doctrine en Droit Public, contributions réunies par Geneviève Koubi, presses de l’Université des Sciences Sociales de Toulouse, Toulouse 1997, pp.131-152, esp. p.135.)
Hemos de apreciar en estos conceptos tres niveles diferenciados en el asalto al problema. En primer lugar, la definición de aconfesionalidad nos muestra una actitud pasiva ante el fenómeno religioso: La aconfesionalidad del Estado, nos confirma tan sólo que el Estado no ha optado de manera oficial por una confesión religiosa, nada más. No implica limitación alguna para que las religiones irrumpan en la sociedad civil e impongan sus códigos morales. No impide ni regula que las religiones invadan el espacio público mediante la prestación de servicios que se corresponden con derechos, como la educación, que solo incumben al Estado por tratarse de derechos fundamentales de la ciudadanía, ni tampoco cuestiona la colaboración, puntual o permanente, entre Iglesia y Estado por perversos que puedan perfilarse los fines perseguidos. La aconfesionalidad del Estado es el terreno propicio para que las confesiones medren sin complejos y disfracen de libertad de conciencia lo que tan solo consiste en la más desleal, cuanto más concertada, utilización de las instituciones para fines exclusivamente proselitistas. Es el terreno en el que mejor se mueve, en el caso español, la Iglesia Católica pues se encuentra a gusto, sus privilegios permanecen intocables y hasta incrementados con suculentos réditos en forma de financiación a través de varias vías, usurpación de funciones, exenciones fiscales, etc. Pero, además, se puede permitir el presentarse ante la sociedad como víctima de un ateísmo y un relativismo supuestamente agresivo (recordemos los lastimeros lamentos de Benedicto XVI con ocasión de su visita a Santiago y a Barcelona a finales de 2.010). El término “laico”, en cambio, encierra un posicionamiento activo. El Estado laico ya no es solo que no se adscriba a una determinada religión sino que asume el compromiso de mantenerse activamente independiente. Tal actitud implicaría, debería de implicar, la impermeabilización definitiva del Estado ante la influencia religiosa. Podrían producirse acuerdos, tratados entre el Estado y las confesiones religiosas pero nunca sobre la premisa de invasión de las competencias estatales. El laicismo, por fin, se asocia más con una actitud militante y vigilante del ciudadano que, aún pudiendo tener convicciones religiosas, cuidará de que la Sociedad, mediante el ejercicio de los derechos civiles, y las instituciones del Estado, a través de la administración de la soberanía popular a él delegada, se ocupen, y nadie más, de la “res publica”. Mientras, las religiones, como tales, han de quedar por Ley (Ley como expresión democrática de la voluntad de la ciudadanía) impedidas de ocupar espacios que son de todos y de ejercer o tratar de ejercer las competencias que solo al Estado competen.
Adicionalmente, sólo en este escenario es de esperar una libertad de conciencia real y efectiva en condiciones de plena igualdad. El Tribunal Constitucional (T.C. en adelante) condiciona la libertad de conciencia a que la neutralidad religiosa e ideológica sea obligatoria para todas las instituciones del Estado y para todos los poderes públicos (Sentencia del T.C. 5/1981, de 13 de febrero,- Fundamentos Jurídicos, párrafo 6). Por nuestra parte, interpretamos que el T.C. confirma la aconfesionalidad del Estado, no la laicidad, por cuanto el artículo 16.3 de la C.E. y, fundamentalmente, la persistente práctica impuesta al abrigo del citado artículo (financiación, mantenimiento de capellanes, conciertos en educación, inmatriculaciones, etc.), obligan a negar, con rotundidad,el atribuido por muchos, carácter laico del Estado.
Otro aspecto interesante en el terreno conceptual radica en comprobar si existe relación entre laicismo y anticlericalismo y la respuesta, desde nuestro exclusivo punto de vista, es ambigua. Y, es ambigua porque anticlericalismo no significa hoy lo mismo que hace 100 años. Podría definirse el anticlericalismo de hoy como una variante, entre muchas, del laicismo militante, comprometida no solo con sus aspectos definitorios, sino que iría más lejos, abogando por una reacción hostil ante la pertinaz irrupción de la religión en el solar de “lo público”. Pero tal enfoque, totalmente legítimo y asumible, rebasa el papel que el laicismo militante debe desempeñar en nuestros días que no es otro que el ya apuntado de vigilancia y protección. Por otra parte, se da el afortunado fenómeno, con más frecuencia de la que imaginamos, de activismo laicista protagonizado por creyentes y hasta afectos a una determinada iglesia o confesión religiosa. Tal observación nos da pie para reafirmarnos en lo justo y universal de la propuesta laicista.
Delimitado el problema de semántica lingüística en el terreno que nos vamos a mover y antes de abordar la situación que nos impone el redactado de la última y vigente Constitución, la de 1.978, sería conveniente iniciar un breve recorrido por las constituciones que nos han precedido, tan sólo en lo relativo al tratamiento del fenómeno religioso:
* Constitución de 1.812: La primera Constitución promulgada en España. Fue muy avanzada para su tiempo pues rompió, aunque en muchos aspectos muy tímidamente, con la España del absolutismo, transformando de manera ya irreversible al súbdito en ciudadano. No hay que olvidar que su redacción descansó en un ambiente bélico en lo social, en lo militar, en lo ideológico y en lo político. Se trataba de una España invadida por las tropas de Napoleón que, en un plano estrictamente teórico-pragmático, representaban “ la modernidad” frente al “antiguo régimen” que en nuestra patria se veía reforzado por un tejido social impermeable a influencias foráneas. En este convulso escenario en el que sobresalía la figura de un rey, tan nefasto como utilizado, secuestrado en Francia y que capitalizaba un tan manipulado como dudoso entusiasmo popular, convivían elementos emergentes únicos en tal momento: a) la trascendencia enorme que, a favor de la emancipación popular de cualquier tiranía, supuso la Constitución de los Estados Unidos de América; b) la pléyade de “liberales” que, nadando a contracorriente, fueron portadores de los principios revolucionarios, entusiastas intérpretes del momento histórico y leales a un embrionario proyecto nacional de nuevo cuño; c) unas estructuras sociales arcaicas por las que “la Ilustración” pasó de puntillas; d) un clero rancio y fantoche que le cogió gusto a la acción armada (“cura trabucaire”) por lo que, en los siguientes 125 años, sintieron con excesiva frecuencia la “llamada divina” para intervenir de manera violenta en la política nacional (nota 1); y e) una situación colonial degradada que canalizaba un enorme caudal de reveses hacia la metrópoli; etc. Fue en este escenario donde confluyeron todas las sensibilidades emergentes del especial momento histórico en la redacción de “la Pepa”. Constituyó, no obstante, un referente progresista durante todo el siglo XIX. Fue, además, un modelo trasladado casi literalmente a los textos constitucionales de las nacientes nacionalidades americanas conforme se iban emancipando del dominio colonial. Sin embargo, en lo relativo al “problema religioso”, sin duda, se pagó tributo al ardor guerrero del “clero trabucaire” materializado en su visceral hostilidad hacia el francés. Basta con asomarnos al artículo doce: “La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra.”. Nos revela este artículo doce la verdadera dimensión del dominio, de hasta qué punto la Iglesia Católica era dueña de ese “trasfondo hispánico” conformado por un conglomerado de tradiciones y contradicciones, de formas de ser y de estar que perduran hasta nuestros días y que lo mismo nos aupaban y aúpan a heroicidades extremas como nos hundían y hunden en las más rastreras miserias o nos llevan a encumbrar la mediocridad y la cutrez y a condenar a nuestra gente notable al exilio; un trasfondo que destila de manera fluida nuestro profundo carácter que nos empuja, una y otra vez, a rebozarnos en los fracasos colectivos como ritual previo a encarar compromisos adquiridos. Ese “carácter español” que, con frecuencia, acaba en “Duelo a garrotazos” en sus múltiples y variadas versiones tal y como, tan magistralmente, nos desvela la pintura de Francisco de Goya.
* No pudo “la Pepa” tener una vida ni sosegada ni duradera debido principalmente al regreso de Fernando VII, tan pretendidamente “deseado” por unos como ciertamente odiado por otros pero, en cualquier caso, interesado exclusivamente en los intereses de la Corona. Fue la Constitución de 1.837, enfrascado el país en la I Guerra carlista, redactada por liberales que, lejos de aprovechar la coyuntura, cedieron ante la desproporcionada presión de los sectores más conservadores y clericales anticipándose 141 años al planificado, dirigido y descompensado “consenso” de la actual. Lo que pudo haber sido una “Carta Magna” de cuño totalmente progresista no pasó de constituir la continuidad de la de 1.812 encorsetada, si cabe, por serias concesiones al conservadurismo político. Como muestra, la evolución del tratamiento religioso: Si la Constitución de 1.812 consagraba a la religión católica como la única posible, la de 1.837 da una vuelta más de tuerca y obliga a los españoles a soportar las cargas (“ Artículo 11.- “La Nación se obliga a mantener el culto y los Ministros de la religión católica que profesan los españoles”. Sin embargo, no se prohíben, de manera expresa, otros cultos.
* Fruto de una propuesta de reforma conservadora ve la luz la Constitución de 1.845. La corona ve aún más reforzado su poder a costa, lógicamente, de la soberanía nacional. En materia religiosa, más de lo mismo: Artículo 11.- “La religión de la Nación española es la católica, apostólica romana. El estado se obliga a mantener el culto y sus ministros.”.
* La Revolución de 1.868, “La Gloriosa”, provocó la expulsión de España de la reina Isabel II iniciándose con ello el llamado “Sexenio democrático” que, de manera prioritaria, abordó la redacción de un nuevo texto constitucional que corrigiera los retrocesos democráticos que comportó el anterior. Se promulgó en 1.869 la que, para muchos, es la primera constitución española verdaderamente democrática pues, entre otros logros significativos, por primera vez queda garantizado el derecho de reunión y asociación, de vital importancia en el devenir del movimiento obrero. Sin embargo, cual Quijote y Sancho, en materia religiosa nos topamos con la Iglesia, esta vez institución. Resulta hasta paradójico que los españoles de entonces tuvieran las agallas suficientes para avanzar en el logro de una soberanía nacional plena y para mandar de manera permanente a su exilio de Paris a Isabel II y que el arcaico estamento católico siguiera siendo algo intocable, inmutable y perpetuo. De esta guisa quedó la redacción del Artículo 21.- “La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión católica. El ejercicio público o privado de cualquier otro culto queda garantizado a todos los extranjeros residentes en España, sin más limitación que las reglas universales de la moral y el derecho.
Si algunos españoles profesaran otra religión que la católica, es aplicable a los mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior.”.
* No por casualidad los dos períodos republicanos han supuesto, en todos los órdenes de la organización política del Estado y de la vida social, los mayores logros sociales y de más amplio alcance, aunque a la Primera República se le quedó todo en una formulación de intenciones. En febrero de 1.873 se proclamó la I República que se autodefinía como federal (Artículo 1º.- “Componen la Nación española los Estados de Andalucía Alta, Andalucía Baja, Aragón, Asturias, Baleares, Canarias, Castilla la Nueva, Castilla la Vieja, Cataluña, Cuba, Extremadura, Galicia, Murcia, Navarra, Puerto Rico, Valencia, Regiones Vascongadas…..”). En julio de ese mismo año ya estaba redactado, bajo la dirección de don Emilio Castelar, el proyecto constitucional que habría de aprobar las Cortes Constituyentes. No pudo ver la luz pues el golpe del General Pavía truncó violentamente las expectativas. Un gobierno provisional que duró un año, presidido por el general Serrano, abonó el terreno a los partidarios de la restauración borbónica, restauración que encontró su consolidación con el pronunciamiento delgeneral Martínez Campos.
Como resulta fácil advertir, no es cometido de estas líneas un estudio comparativo de las constituciones españolas, salvo en la parcela religiosa. Por ello, sin más, veamos qué cambios trató de aportar la I República en esta materia: “Art. 34º. El ejercicio de todos los cultos es libre en España. Art. 35º. Queda separada la Iglesia del Estado. Art. 36º. Queda prohibido a la nación o al Estado federal, a los Estados regionales y a los Municipios subvencionar directa ni indirectamente ningún culto. Art. 37º. Las actas de nacimiento, de matrimonio y defunción serán registradas siempre por las autoridades civiles.”.
El redactado de estos artículos, en comparación con los que recogerá la Constitución de 1.931, son un tanto tímidos, se quedan a la mitad de la intención que se intuye pero, obviamente, si la comparación la efectuamos con los anteriores textos constitucionales, el avance queda tremendamente evidenciado. Se partió del reconocimiento de la libertad de cultos pero sin recoger el expreso sometimiento de las órdenes religiosas al imperio de las Leyes y a su acatamiento y observancia. Por primera vez, quedó expresada con nitidez la separación de Iglesia (iglesias habría que entender) y Estado. Sin embargo, lo más consecuentemente avanzado fue el corte de suministros de fondos públicos a cualquier culto, prohibición que alcanzó a todos los estamentos del Estado. De sobresaliente importancia resultó, también, el arrebatar a las parroquias la función registral que tradicionalmente se habían arrogado y que, en la práctica, suponía un evidente control de población, de haciendas y, sobre todo, de voluntades testamentarias. En realidad las parroquias ejercían de registros por lo que la medida hay que entenderla como muy oportuna y apropiada por cuanto coincidió en el tiempo con la progresiva implantación de los registros civiles.
* Como ha quedado apuntado, el pronunciamiento de Martínez Campos abrió la puerta a la “Restauración Borbónica” con Alfonso XII. Tal pirueta precisaba de un nuevo texto constitucional hecho a la medida de la efeméride. De tal manera, en 1.876 se promulga esta nueva “Carta Magna” que responde tan solo al pacto entre conservadores y liberales pero monárquicos. Como era de temer, en materia religiosa se regresa a las catacumbas: Art. 11. “La religión católica, apostólica, romana, es la del Estado. La Nación se obliga a mantener el culto y sus ministros. Nadie será molestado en el territorio español por sus opiniones religiosas ni por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana. No se permitirán, sin embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la religión del Estado.”.
* La II República Española, sin duda y con diferencia, el período de la Historia de España más justo, lúcido y fecundo en todos los órdenes, se caracterizó fundamentalmente, por un intento serio y comprometido por modernizar España, sus estructuras y sus tejidos sociales y por consolidar conquistas y avances que eran de urgente aplicación. Los logros de la Constitución de 1.931 hay que medirlos por la fuerza desplegada mediante el imparable empuje de las fuerzas sociales y políticas comprometidas con el progreso. Sus fracasos, alguno de cosecha propia, por la continua obstaculización y machacona hostilidad que desde amplios sectores reaccionarios (económicos, políticos, militares y religiosos), se desplegó en defensa y perpetuación de unos privilegios imposibles de hacer descansar sobre principios racionales por lo que su única posibilidad de triunfo era, como así sucedió, el empleo de la fuerza bruta sustentada en la traición y el perjurio, en la vileza y en una capacidad criminal sin límite.
En lo referente a la religión, por fin la República abordó la solución del problema desde la única premisa posible: La necesidad de que todos, ciudadanos y organizaciones de todo tipo, sin excepción, quedaran sometidos al imperio de la Ley emanada de las instituciones democráticas de la República. He aquí el redactado
Artículo 3.- “El Estado español no tiene religión oficial.”
Artículo 26.-“Todas las confesiones religiosas serán consideradas como Asociaciones sometidas a una ley especial.
El Estado, las regiones, las provincias y los Municipios, no mantendrán, favorecerán, ni auxiliarán económicamente a las iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas.
Una ley especial regulará la total extinción, en un plazo máximo de dos años, del presupuesto del Clero.
Quedan disueltas aquellas Ordenes religiosas que estatutariamente impongan, además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. Sus bienes serán nacionalizados y afectados a fines benéficos y docentes.
Las demás órdenes religiosas se someterán a una ley especial votada por estas Cortes Constituyentes y ajustada a las siguientes bases:
1. Disolución de las que, por sus actividades, constituyan un peligro para la seguridad del Estado,
2. Inscripción de las que deban subsistir, en un Registro especial dependiente del Ministerio de justicia.
3. Incapacidad de adquirir y conservar, por sí o por persona interpuesta, más bienes que los que, previa justificación, se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo de sus fines privativos.
4. Prohibición de ejercer la industria el comercio o la enseñanza.
5. Sumisión a todas las leyes tributarias del país.
6. Obligación de rendir anualmente cuentas al Estado de la inversión de sus bienes en relación con los fines de la Asociación. Los bienes de las órdenes religiosas podrán ser nacionalizados.
Pedagógicamente, quedan nítidamente perfilados los conceptos “aconfesionalidad”, “laico” y “laicismo”. El artículo 3 responde con precisión al concepto “aconfesionalidad”. En efecto, el propósito expuesto no impide, en principio, tratos de favor a, por ejemplo, la Iglesia Católica. Pero el artículo 26 despliega todo un compendio de justicia, equilibrio, pragmatismo, igualdad y primacía de la Ley. Vamos a intentar desgranar y desmenuzar tanto contenido recogido en tan pocas palabras:
Hay quienes, sin reflexión previa, o con ella, toman el redactado del artículo 26 como la orden de disolución y expulsión de los jesuitas tratando de encuadrar tal medida, cuando ésta se produjo, en un supuesto contexto agresivo hacia la Iglesia. Craso error, porque fueron las leyes que desarrolló el mandato constitucional las que consumaron la expulsión (Decreto de 23 de enero de 1.932). De todas formas, oyendo a los descuartizadores de la Historia parece que la medida tomada con los jesuitas fue algo único y premeditado por la República. Si repasamos antecedentes comprobaremos que el católico rey Carlos III, mediante Pragmática Sanción de 1767, expulsó a los jesuitas de todos los territorios de la Corona, incluidos los de ultramar, y ordenó la incautación de todos los bienes de la Compañía de Jesús. Antes, en 1.759, habían sido expulsados también de la católica Portugal y en 1.763/64 de Francia. Hasta todo un Papa, Clemente XIV en 1.773, dio el paso de disolver la Compañía. Como bien señala Félix Rodríguez Sanz, de la Fundación Manuel Azaña “Al centrar su mirada en la orden de los jesuitas, no era por ninguna manía popular o porque se hubiesen hecho especialmente antipáticos para la ciudadanía de izquierdas. Los jesuitas eran un grupo especializado en captar dinero de las clases acomodadas en la Europa del último tercio del siglo XIX, y muy particularmente en España………………….. Y hay que señalar que los jesuitas eran propietarios de un tercio, nada menos, de la riqueza capitalizada de España, en todo tipo de empresas, bancos, industrias, etc., y a través de diferentes testaferros.”. (Fuente: Europa Laica. http://www.laicismo.org ).
Prestando una lectura crítica y atenta al redactado del artículo 26 podremos delimitar la valoración conceptual abordada en la primera parte de este escrito. Queda el Estado consolidado inconfundiblemente como “laico” y cimienta unos mecanismos de autodefensa laicistas que lejos de suponer lo que para algunos es una persecución religiosa o, cuando menos, una discriminación respecto a otro tipo de asociaciones, supone la decisión valiente, hasta entonces ni soñada, de poner a la Iglesia Católica y demás confesiones a la misma altura que al resto de asociaciones obligándolas a someterse, como a todo el mundo, a las Leyes, incluidas las de carácter tributario, y exigiéndoles, faltaría más, explícito no acatamiento de autoridad ajena al Estado, como puede ser el papa. Por último, atendiendo a un criterio de justicia hasta entonces no aplicado, se prohíbe a las órdenes religiosas ejercer la industria, el comercio y la enseñanza. Tales actividades, si bien pueden considerarse implícitas en el decreto de expulsión de los jesuitas, por otra parte, al serles exigido figurar en un registro especial dependiente del Ministerio de Justicia, tal circunstancia les impedía de ejercer cualquier otra actividad que no fueran las previstas por la Ley, es decir, su ministerio espiritual. Sin duda la prohibición que más dolió a la Iglesia fue la de ejercer la enseñanza. La Católica institución hoy habla de ello y parece que se atrinchera en artimañas varias intuyendo una firme intención inequívoca de que vuelva a repetirse la experiencia. En efecto, protegen su discutible e ilegítimo derecho agarrándose a un cajón de sastre al que llaman, a veces, libertad de conciencia y, cuando más conviene, derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos, etc. Y, simplemente, la República les privó de ejercer la enseñanza porque la educación es un derecho fundamental de la ciudadanía y, por lo tanto, es obligación del Estado y sólo del Estado dar satisfacción de tal derecho. Trasladándonos a nuestro momento en el que este aspecto ha adquirido otra dimensión, ¿quiere decir esto que los padres no tienen derecho a elegir la enseñanza para sus hijos?. Lo plantearíamos de otra forma: Los padres no tienen derecho a privar a sus hijos de una enseñanza obligatoria con unos planes de estudio que responden a elaboración democrática. Si aún así, ciertos padres pretenden otro tipo, siempre adicional, no sustitutorio, de formación, por ejemplo religiosa, las leyes deberían de garantizar que tales actividades no contravienen el ordenamiento jurídico y que, además, son financiadas exclusivamente por los propios interesados. Desde una Iglesia prepotente y desde un Estado que no acierta a sacudirse su servidumbre se nos viene imponiendo un modelo educacional que ya empieza a chirriar como despótico ante gran parte de la ciudadanía pagana (en este caso pagana, porque paga)
Como todos sabemos, aunque muchos pretenden ignorar o manipular, el 18 de Julio de 1.936, tornáronse ciertos acuartelamientos y casi todos los púlpitos en burdeles en los que copularon hasta la extenuación el deshonor con la infamia, el ultraje con la sedición y el sable con la patena. La heroica resistencia de todo un pueblo en defensa de unas conquistas sociales y políticas sin parangón, no resultó suficiente para frenar el criminal levantamiento. Así y todo, les costó casi tres años doblegar la voluntad de progreso del pueblo español defendiendo su República (para ser rigurosos, unos su República, otros su particular revolución). En la retaguardia de los rebeldes, el heroísmo evidenciado en la defensa de la legalidad republicana se contestaba, día tras día, con brutal y criminal represión. Incluso la postguerra evidenció la pobreza de espíritu y la vileza humana de los dirigentes del Movimiento que enfocaron leyes y práctica política cotidiana hacia la eliminación y la humillación de los vencidos, con efusivo aplauso brindado desde los púlpitos. Al tiempo que los fusilamientos ponían sonido de fondo a cada amanecer, si cabe, para profundizar en una humillación cada día más paranoica, la propaganda oficial ensalzaba al excombatiente, recompensaba a chivatos y delatores, repartía prebendas, pensiones, empleos, cargos y estancos a cuantos habían participado en la rebelión y/o en la represión o seguían colaborando en la “solución final” al modo nacional-católico. Sus “caidos”, no por casualidad, han decorado las fachadas de cada centro parroquial mientras que los “vencidos”, ya se trate de caídos en combate o fusilados en retaguardia o posguerra, siguen rellenando cunetas y fosas comunes a la espera de una apremiante rehabilitación y reparación. Resulta ultrajante asistir hoy a la nueva ofensiva del fascio (nota 2) poniendo obstáculos a cualquier intento por descubrir una fosa, por rehabilitar un nombre por….. intentar recuperar una dignidad violada. Es toda una “Nueva Cruzada” en la que colabora lo más miserable del mundo de la información, del estamento político, de la milicia, del mundo empresarial, de la judicatura y de la Iglesia.
Durante años el “Fuero de los Españoles”, desde 1.945, ha presidido la vida nacional, siendo Ley Fundamental diseñada con el espíritu revanchista que ha caracterizado el régimen de Franco. En materia religiosa, como resulta obvio, se constata la simbiosis entre el Nuevo Estado Nacional-sindicalista con la Iglesia, hasta el punto de que el régimen derivó hacia su nomenclatura más socorrida, “nacional-catolicismo”. El artículo 6 del Fuero de los Españoles establece que “La profesión y práctica de la Religión Católica, que es la del Estado español, gozará de protección oficial. El Estado asumirá la protección de la libertad religiosa, que será garantizada por una eficaz tutela jurídica que, a la vez, salvaguarde la moral y el órden público.”.
Pero antes de esta Ley Fundamental, incluso antes de que los sublevados controlaran la totalidad del “solar patrio” ya se habían arbitrado medidas de urgente aplicación con la retorcida intención de, si no por un procedimiento, sí por otro, cazar y humillar al “rojo” fuera cual fuera su grado de involucración en la defensa de la, no lo olvidemos, legalidad republicana. Así, la Ley de 12 de marzo de 1.938 derogó toda la normativa que regulaba el matrimonio civil. El 10 de diciembre de 1.938 se derogó la Ley de secularización de cementerios convirtiéndolos, de nuevo, en “campos santos” para escarnio de los que no merecían ser recibidos en “sagrado”. La Ley de 2 de febrero de 1.939 restablecía estatus jurídico y privilegios de las congregaciones religiosas. La de 2 de marzo de 1.939 disponía la “exención absoluta y permanente de la contribución territorial de todos los templos, edificios, locales de cualquier naturaleza de la Iglesia Católica y de las Órdenes y Congregaciones Religiosas”. La Ley de 23 de septiembre de 1.939 de “derogación de la legislación laica devolviendo así a nuestras leyes el sentido tradicional que es el católico…” eliminó la muy progresista ley de Divorcio de la República. Declaraba, entre otras barbaridades jurídicas, nulas todas las sentencias firmes de divorcio dictadas, respecto de matrimonios canónicos, independientemente de uniones civiles posteriores. Esta Ley consagraba también el reconocimiento, a partir de entonces, de plena eficacia jurídica en el fuero civil a las sentencias firmes de los Tribunales Eclesiásticos. La Ley de 9 de noviembre de 1.939 establece que “El Estado español, consciente de que su unidad y grandeza se asientan en los sillares de la Fe Católica, inspiradora suprema de sus imperiales empresas……………..decide restablecer el Presupuesto al abnegado clero español, cooperador eficacísimo de nuestra victoriosa Cruzada”. A esto se le llama ser agradecido, hay que reconocerlo. La Ley de 11 de julio de 1.941 dispuso, literalmente, de las propiedades a nombre de personas interpuestas (nota 3) fallecidas o desaparecidas. Con esta Ley no solo “recuperó” la Iglesia la titularidad sobre bienes incautados sino que aprovechó la interposición para rebañar y ampliar su inventario. Por último, atendiendo al esquema y al orden de lo aquí escrito y no a la numerosa legislación procatólica no recogida ni citada, es destacable que, “en nombre de la Santísima Trinidad y en conformidad con la Ley de Dios y la tradición católica de la nación española”, el 27 de agosto de 1.953 se firmó el Concordato entre el Estado Español y el Vaticano. Entre las muchas agresiones a la razón y a la dignidad y libertad de los no católicos, se recoge que la Iglesia “…..gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho Canónico”. Todo un alarde de pulcritud jurídica canónica y del espíritu que inspiraba a legisladores de ambos Estados, España y Vaticano (nota 4)
En 1.976, como consecuencia de la muerte del dictador en 1.975, se inicia en España una etapa de grandes esperanzas, en gran parte defraudadas. En asuntos religiosos no podía ser menos. El Estado español y la llamada Santa Sede firman un acuerdo que, junto a otros cuatro suscritos en 1.979, encierran como propósito el sustituir el Concordato de 1.953. En el de 1.976 la Iglesia renunciaba al privilegio del fuero (nota 5) y el Estado al de presentación de obispos.
Conveniente es subrayar que mientras el acuerdo de 1.976 se firmó antes de la declaración de principios que iba a suponer la Constitución de 1.978, obviamente, los firmados en 1.979 deberían haberse ceñido a la estricta aplicación del mandato constitucional ya existente. Y es en este punto, donde cobra intencionalidad (en otros muchos cientos de aspectos también) la afirmación sostenida en el párrafo anterior en referencia a esperanzas defraudadas. Es por ello el momento apropiado para la plasmación de lo que, en relación a religión, recoge nuestra Constitución (nota 6). Por no transcribir los textos y, considerando que cualquier lector puede tener a mano un ejemplar, también por no ocupar más espacio, citaremos los artículos que directa o indirectamente están relacionados con la libertad de conciencia, libertad religiosa, aconfesionalidad, Estado laico, laicismo y derecho a la educación y libertad de enseñanza: Artículos 9.1 / 9.2 / 10.1 / 14 / 16.1 / 16.2 / 16.3 y 27.
La primera pregunta que debemos formularnos es si del articulado citado se vislumbra una Constitución aconfesional, laica o laica con proyección laicista. La verdad es que si los redactores pretendían consolidar la confusión y favorecer tantas interpretaciones como españoles dispuestos a plantearlas, el objetivo se cumplió sobradamente. Ni tras las inevitables aportaciones del T.C. ha quedado cerrado el descalabro interpretativo aunque, vaya por delante, que lo que vale no es el texto plasmado en la Constitución sino la jurisprudencia del T.C, sobre dicho texto. El meollo, independientemente de que el resto del redactado constitucional lo consolide o lo devalúe, según interpretaciones, radica en el art. 16.3 “Ninguna confesión tendrá carácter estatal…” para seguir “…Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.”. Pues bien, hay autores, incluso de prestigio contrastado como el catedrático Dionisio Llamazares Fernández que identifica Estado laico con Estado neutral ante el fenómeno religioso. De ahí pasa a afirmar que la Constitución consagra al Estado español como laico por neutral (nota 7). La evidente contradicción entre las dos partes diferenciadas del artículo 16.3, el T.C. la resuelve interpretando el art. 10.1 afirmando que el individuo y su dignidad están por encima de los derechos de los grupos por lo que las relaciones de cooperación que posibilita el art. 16.3 estarían, según el T.C., subordinadas a que dichas relaciones sean necesarias para la igualdad de los ciudadanos y para la libertad religiosa. Constituyendo esta reflexión un significativo avance que mejora la comprensión del texto constitucional, esgrimimos una razón de peso en contra que no es otra que salvaguardar la igualdad y la libertad religiosa y de conciencia es competencia del Estado y sólo del Estado, precisamente por ese mandato constitucional. La profesora de la Universidad del País Vasco Adoración Castro Jover, en la misma lógica, considera que la neutralidad positiva del Estado, religiosa e ideológica, determina la igualdad y el principio de no discriminación, siendo ello la única garantía realmente eficaz de la libertad de conciencia.
El T.C., en sus distintas valoraciones y conclusiones, pues, proclama que España es un Estado laico por cuanto se aplica el principio de “laicidad positiva” que descansa en tres requisitos; 1/Neutralidad religiosa, 2/ separación Estado-Iglesias o confesiones y 3/ cooperación estatal con las iglesias/confesiones siempre que sea necesaria para la igualdad y libertad religiosa y de conciencia
Siendo muy respetable el esfuerzo interpretativo del T.C., por cuanto consigue sacar conclusiones categóricas de un texto original (la C.E. del 78) totalmente restrictivo y confuso, se nos siguen antojando como interpretaciones muy proclives a consolidar hechos consumados. Si, como efectivamente, defienden las relaciones de cooperación siempre que sean necesarias para la igualdad y la libertad religiosa y de conciencia, debemos de preguntarnos por qué y en qué medida favorece la libertad de conciencia la financiación de la Iglesia Católica. Debemos preguntarnos también si no vulnera el principio de no discriminación positiva. ¿Garantiza la libertad religiosa y de conciencia de TODOS el hecho de que la Iglesia Católica ejerza la competencia estatal de la educación?. Formulado de otra manera, ¿Afectaría a la libertad religiosa y a la libertad de conciencia de los ciudadanos el que la Iglesia (cualquier confesión) no pudiera ejercer la enseñanza?. Terreno resbaladizo, cierto, pero, para nosotros, meridianamente despejado.
Importancia especial toma, también, el Artículo 27 de la Constitución. Innumerable ha sido la legislación que ha tratado de desarrollar la armonización del derecho a la educación con la libertad de enseñanza e, incluso, con la libertad de creación de centros docentes sin que se vislumbre una solución práctica a corto/medio plazo. Sin embargo vamos a afirmar que, de igual manera que el artículo 16.3 deja excesivo margen interpretativo al T.C., éste, el artículo 27, debido a su complejidad, a su contradictorio, a veces, redactado, ha propiciado cierto desentendimiento del T.C. desviando el agrio debate hacia el exagerado material legislativo surgido desde 1.978. Y es que; partiendo de la ambigüedad del texto constitucional que ya hemos comentado, pasando por errores interpretativos de los tribunales identificando libertad de enseñanza con la satisfacción del derecho a la educación y, pasando, finalmente, por la valoración negativa que hacemos en la nota 6 de la calidad democrática de las instituciones; no es posible más camino que la confrontación ideológica, enmarcada en una salida democrática rupturista que supere el Régimen del 78.
Por nuestra parte, abogamos por una escuela laica, entendiendo escuela laica como aquella que imparte enseñanza, atendiendo sólo a criterios científicos, gestionada democráticamente y que responde a planes de estudios elaborados democráticamente en el parlamento del Estado laico ycon la participación de la comunidad educativa y que, por ello, no da cabida a adoctrinamiento confesional alguno. Por muchas piruetas que eminentes juristas y el T.C. hagan para hacernos ver que el Estado Español encaja en el esquema, no somos ciudadanos de un Estado laico.
Para terminar hemos de retomar los cuatro acuerdos con la Santa Sede firmados en 1.979 y que, de forma lapidaria, condicionan gran parte del debate en torno al texto constitucional. Como hemos visto, uno de los acuerdos, el de 1.976, es preconstitucional y los de 1.979 son postconstitucionales pero sólo formalmente. Es decir, atendiendo a contenidos son preconstitucionales pero, sin embargo, se firman tan sólo unos días más tarde de la promulgación de la Constitución y se firman en un clima de “Transición” que trataba de evitar por todos los medios abordar “el problema religioso”. Los cinco acuerdos (1 del 76 + 4 del 79) ya, de partida, han incurrido en un error de bulto como es el atribuirles unidad sistemática, más considerando el primero que, por preconstitucional, parte de la confesionalidad consagrada en la “Dignitatis humanae” del Concilio Vaticano II. Mal arranque pues. Pero es que, además, como bien establece el doctor Llamazares, llevan implícito un elemento irremediable de confrontación: la cláusula literalmente repetida en los cinco textos que remiten al mutuo acuerdo para resolver diferencias en la aplicación y/o en la interpretación. Apoyándose en el practicismo de esta repetida cláusula, la Iglesia ha pretendido ejercer de colegisladora topando en repetidas ocasiones con la oposición del Tribunal Supremo. Pues bien, la dichosa cláusula, ha estado obligando, de hecho, al Estado español, ante posiciones inamovibles de la Iglesia, a condescender dócilmente para no ser acusado de incumplir los acuerdos. Mayor preocupación nos produce constatar que los acuerdos con la Iglesia Católica han transformado, a través de las normativas que los han desarrollado y de su aplicación, el artículo 16.3 de la Constitución, en un modelo pluriconfesional.
Históricamente, los concordatos han obedecido: 1/ a la necesidad de dar fin a un conflicto de competencias; 2/ a la necesidad de consolidar un intercambio de privilegios; 3/ a la necesidad de combatir la secularización de la sociedad y 4/ a la defensa contra pérdida de privilegios. Ello, nos lleva a concluir que un Concordato tiene poco recorrido posible en un Estado laico pero sí en un Estado aconfesional. Pero lo que da carácter de urgencia a la necesidad del Estado Español de desprenderse de los flecos de la lacra concordataria es la gran cantidad de cláusulas inconstitucionales, bien en su fondo, bien en su aplicación, que gravan onerosamente la supuesta igualdad además del bolsillo del contribuyente. Varios ejemplos nos pueden estimular a cuantificar ambos aspectos: a) diferencia de régimen impositivo entre las confesiones y de estas con las ONG’s. b) el sistema de asignación tributaria, inicialmente acordado como transitorio, que se ha convertido en definitivo. C) la consideración de los profesores de religión como contratados laborales de la Administración, etc.
Conclusión: Jurídicamente, solo porque lo sentencia el Tribunal Constitucional, somos ciudadanos de un Estado laico. Sin embargo sabemos que, tanto en el terreno conceptual como en el de la práctica política, estamos muy distantes de tal convencimiento. La laicidad, para los demócratas, supone, entre las medidas más urgentes, la supresión de los privilegios de la Iglesia, la derogación del Concordato de 1.953 y de los acuerdos de 1.976 y 1.979 y la limitación de su capacidad de intervenir, como institución y como Estado que es, en la vida politica y civil. Para una segunda etapa, en la que suponemos una mayor predisposición de la Sociedad, habrá que abordar, irremisiblemente, la prohibición de que las órdenes religiosas ejerzan el derecho a la enseñanza. Tal horizonte se nos antoja el terreno abonado para garantizar una libertad de conciencia universal, realmente patrimonio de la ciudadanía, y no instrumento de ninguna confesión religiosa. Nos espera una lucha enconada encaminada a las reformas constitucionales que sean necesarias para tales fines o, por plantearlo de una manera más directa y pragmática, la solución laicista debería ser uno de los pilares fundamentales de la Constitución de la III República por la que cada día clama más gente. Mientras tanto, la lucha por una escuela laica se nos desvela como el camino más apropiado en la consecución del objetivo que no es otro que el ya repetidamente enunciado de una España laica.
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Notas:
Ver “Nacionalismo y religión en el Pais Vasco hasta la Primera Guerra Mundial”.- Ander Delgado Cedagortagalarza.- Universidad del Pais Vasco, 2005.
Fascio, una de las muchas palabras políticamente incorrectas hoy día. De tan manoseada y mal utilizada por casi todos parece como si hubiera perdido su auténtico significado. Lamentablemente, en nuestros días, “fascio / fascista” es una término que se emplea con excesivo automatismo, a veces, simplemente para etiquetar a quienes opinan distinto que nosotros. En un mundo de crisis de ideologías, la llamada “Telebasura” (Telemierda la llama Arturo Pérez Reverte) está contribuyendo, no poco, a la ceremonia de la confusión más absoluta de un pueblo que asiste perplejo a la cotidiana confrontación entre la mediocridad y la ineptitud con que, desde estudiadas pautas de marketing trasnochado, machaconamente nos deleita buena parte de los medios al servicio de un Poder tan intangible como real. Pero como no es nuestro caso, esperamos, nos atrevemos a usar la palabra conscientes de que no hay otra que la pueda sustituir en el contexto que la encierra.
Titular ficticio que, en realidad oculta al verdadero propietario.
Hay quienes aún se preguntan por qué, siendo la legislación promulgada desde 1.937 por el régimen de Franco, de evidente influencia y presión de la Iglesia Católica, no se firmó mucho antes el Concordato, por ejemplo, en los primeros años de la década de los 40. Las respuestas hay que buscarlas en el panorama internacional. En 1.946 la O.N.U. dictó unas duras medidas sancionadoras que en el terreno práctico de las relaciones internacionales dejaba a España materialmente aislada. Fue el efecto psicológico de la llamada “guerra fría” y la reconsideración política de los principios fundacionales de las Naciones Unidas diseñados y pergeñados en las conferencias de San Francisco, Yalta y Potsdam las que propiciaron una relajación en la graduación de las sanciones que desembocaron en su completa anulación en 1.950. Hasta 1.955, año en que España es admitida como Estado miembro de pleno derecho en Naciones Unidas, el despliegue diplomático del gobierno español fue permanente y hasta eficaz. La firma, pues, del Concordato en 1.953 hay que enmarcarla dentro de esta estratégica ofensiva diplomática del régimen de Franco en busca de su definitivo reconocimiento internacional.
Privilegio que consistía en que los delitos cometidos por eclesiásticos escapaban de su tratamiento por la jurisdicción ordinaria civil.
Cuando nos referimos a “nuestra” Constitución queremos solo constatar que es la que tenemos, en pura lealtad democrática. En ningún caso, sin embargo, la consideramos nuestra, si atendemos a los poderosos intereses que entraron en juego en los pactos entre bastidores que condicionaron irremediablemente su redacción, al margen y hasta en contra del debate popular particularmente vivo en 1.976, 77 y 78. Unos pactos que consagraban legalizaciones tan intencionadamente parciales y programadas como el veto a la investigación del pasado criminal del franquismo, que daban por legítima la imposición de una “Monarquía no sujeta a responsabilidad” instaurada (*) mediante la Ley franquista de Sucesión de 1947y al exclusivo servicio de los planes políticos de la Dictadura. Unos pactos que traicionaron los acuerdos rupturistas tomados en los órganos de la Oposición Democrática (Junta Democrática, Plataforma de Convergencia Democrática y Coordinadora Democrática, como fusión de las dos anteriores) consolidando un modelo de apariencia democrática a la medida de la Monarquía, de los criminales franquistas, de la nueva casta política que emergió a partir de Suresnes 74 para tomar el relevo y de unas instituciones totalmente franquistas que pasaron a ser “demócratas” tan solo tras el tan ensayado ejercicio de usurpación de la capacidad política del Pueblo español. Resulta frustrante observar hoy cómo los artífices de aquellos apaños han usado y usan las instituciones para su propia perpetuación, despreciando los valores democráticos que aparentan observar. Tras más de cuarenta años, nos reafirmamos en nuestro acatamiento de la legalidad, pues no hay otra, pero también en nuestro no reconocimiento de legitimidad democrática tanto al llamado “Régimen del 78” como a la Instauración monárquica que lo define. (*) Debemos hablar de Instauración de la Monarquía y no de Restauración. A tal efecto, cobra relevancia la voluntad expresada por el mismísimo Franco quien para tratar de apaciguar la enorme crispación de don Juan, Conde de Barcelona, con fecha 16 de Julio de 1969 le envió, a través del embajador en Lisboa, Giménez Arnau, la siguiente misiva: “Mi querido Infante…..Yo desearía, comprendierais, no se trata de una restauración, sino de la instauración de una Monarquía como coronación del proceso político del régimen, que exige la identificación más completa con el mismo, concretado en las Leyes Fundamentales refrendadas por toda la nación”.Más claro, imposible. La Monarquía española actual, no solo es un legado de la Dictadura sino que se instauró por y para ser continuadora del proceso político del Régimen de Franco.
De esta, permítaseme, raquítica visión del problema, por muy técnica que sea, nace toda una corriente de pensamiento que se autoproclama laicista y que propugna, neutralidad del Estado por bandera, que Estado laico es aquel que da el mismo trato y favorece con el mismo criterio a todas las confesiones religiosas. Aberrante conclusión, desde nuestra perspectiva, que asocia, como ha quedado claro en los primeros párrafos, el término laico con una independencia efectiva y activa de tal manera que excluye a las religiones de intervenir en asuntos públicos que solo competen a la sociedad civil y al Estado y las priva de financiación pública.
#RepúblicaYa ¡POR LA PRONTA PROCLAMACIÓN DE LA III REPÚBLICA!
Segovia, 1 de Abril de 2.011. Revisado en febrero de 2022
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