Azaña, el señor republicano. Meditación para un 14 de abril.
Arturo del Villar.
Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio.
CUENTA Cipriano de Rivas Cherif en la biografía que escribió de su cuñado, que Margarita Xirgu llamaba a Manuel Azaña “el señor republicano” (Retrato de un desconocido, Badalona, Grijalbo, 1979, página 153). Es una descripción muy exacta de quien fue jefe de dos partidos políticos republicanos, presidente de cuatro gobiernos republicanos, ministro de Defensa en otros tantos, y al fin presidente de la República Española. Siempre actuó con una enorme discreción, y sin que sus adversarios pudieran demostrar ningún descarrío en sus gestiones, porque la acusación de haberse rebelado en Barcelona contra el Gobierno anticonstitucional fue desestimada por los tribunales de Justicia que la juzgaron. Precisamente debido a ello era elegido por los votantes republicanos no contaminados por las consignas de la extrema derecha y de la Iglesia catolicorromana, para quienes representaba un enemigo a destruir, y lanzaban contra él la absurda acusación de ser un dictador, cuando sus decisiones estuvieron siempre dentro de la más estricta legalidad constitucional, pero no disponían por eso mismo de otra posible. El pueblo que acudía masivamente a sus mítines, siempre más nutridos que los de cualquiera de sus contrincantes políticos, sabía que era el más fiable de los gobernantes, preocupado únicamente por la defensa de la República, lo que constituía el primer deber de todos los republicanos. Era un señor porque era un intelectual. Supeditó su carrera literaria, iniciada con gran fortuna, a la entrega a la actividad política, una renuncia difícil, pero no dudó en aceptarla, porque sentía como un deber ineludible primero conseguir la vuelta de la República, aniquilada en 1874 por unos militares monárquicos, y después consolidarla para evitar que la torpedeasen sus enemigos a las órdenes del rey huido. Puso su inteligencia al servicio del ideario republicano.
Los enemigos interiores
Muchos de los políticos, o más bien politiqueros, por utilizar la exacta denominación azañista, con los que debatía exitosamente en el Congreso, se presentaban como los salvadores de la República, después de proclamar una larga lista de problemas entorpecedores de su marcha. Por ejemplo, en fecha tan temprana como el 9 de setiembre de 1931, publicó José Ortega y Gasset un artículo en el periódico madrileño Crisol, en el que consignaba una frase que enseguida se hizo popular: «¡No es esto, no es esto!», refiriéndose a la actualidad de la vida republicana. Y menos de tres meses después dictaba una conferencia pública con el pomposo título nada menos de Rectificación de la República: pontificó que era preciso rectificarla porque no se ajustaba a su criterio profesoral. La rectificación debía ser hecha conforme a sus instrucciones, por supuesto. Tal actitud se llama egolatría. Por el contrario, Azaña buscaba exclusivamente la consolidación de la República. Para ello pretendió lograr la unidad de los partidos republicanos de izquierdas, los únicos auténticamente interesados en mantener el nuevo régimen elegido por los ciudadanos. Su intención consistía en coordinar actuaciones comunes que detuvieran la tarea desintegradota puesta en práctica desde el primer momento por la derecha anticonstitucional y sus acólitos. La fragmentación de grupos en la izquierda favorecía a la derecha, siempre dispuesta a unirse para mantener sus privilegios: por eso es conservadora. Es forzoso poseer un alto sentido del deber para practicar con éxito la alta política de Estado. Tal era el caso de Azaña, y supo inculcárselo a los afiliados de Acción Republicana primero, y después de Izquierda Republicana. En las dos agrupaciones que presidió, el adjetivo destacaba sobre el sustantivo: por eso no les atraía la política de partido seguida por sus adversarios. Su idea consistía en mantener el ideal republicano por delante de cualquier otra consideración.
Gobernante, republicano y español
Promulgada la Constitución y elegido el presidente de la República, se planteó la segunda crisis ministerial, después de la causada por la dimisión de Niceto Alcalá—Zamora como presidente del Gobierno provisional. Fue de nuevo Azaña encargado de formar gobierno, como la vez anterior. En esta ocasión le hizo el encargo el flamante presidente de la República, Alcalá–Zamora, que le detestaba, pero no existía otro candidato posible. Al comparecer ante las Cortes el 17 de diciembre de 1931, para presentar su segundo Gabinete ministerial, hizo unas confidencias que no son habituales entre los políticos, y que reflejan su personalidad:
[…] yo soy un hombre de partido, profundamente un hombre de partido; pero mientras esté a la cabecera de este Gobierno o de otro de coalición, no esperéis de mí, en ningún momento, que haga política de partido. Esto no quiere decir que yo considere como un mal la disciplina y el espíritu de partido; todo lo contrario, porque si no, no lo sería; pero es que antes que hombre de partido, soy gobernante, republicano y español, y mientras esté presidiendo este Gobierno u otro análogo, todo lo que yo haga será por el prestigio, la excelencia y la autoridad del Gobierno, por el bienestar de la República, y por la prosperidad tranquila de España, […]
Las citas de Azaña se hacen por sus Obras completas, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007, consignando el volumen en números romanos y la página en arábigos. En este caso, III, 176. Es una confesión antes que un programa de gobierno. Expuso sus ideas sobre el arte de gobernar desde la asimilación de una triple circunstancia, la de comportarse ante todo como gobernante, republicano y español, al margen de su pertenencia a un partido determinado. Prometió entregarse a la dificultosa tarea de propulsar a la República, porque ya tenía ocupadas todas las horas en esa tarea, sin permitirle atender a la politiquería de los partidos, encaminados a lograr una preponderancia en la vida pública nacional. Eso no le interesaba, y por tanto no lo hacía. No obstante, como presidente de un partido tenía la obligación de señalarle una tendencia política determinada. De ningún modo puede suponerse que abandonase a los afiliados a Acción Republicana, el partido que había colaborado a crear en 1925 y que presidía desde 1930. Se definió como hombre de partido, pero que no deseaba hacer política de partido para beneficiarlo y beneficiarse. La única política que le importaba era la alta de Estado, la republicana.
A disposición de la República
Muy probablemente a los diputados les sorprendería escuchar esa confesión clara de sus inquietudes políticas al margen de los partidismos. Es lógico, puesto que resulta extraña todavía en la actualidad. Sin embargo, fue recibida con entusiasmo, puesto que al finalizar su discurso se escucharon «grandes y prolongados aplausos en varios sectores de la Cámara», según consigna el Diario de Sesiones. No hay que derrochar imaginación para suponer que se trataba de los republicanos, es decir, los que verdaderamente se preocupaban por el porvenir de la República, cualquiera fuese su denominación específica. Terminó su intervención parlamentaria haciendo un ofrecimiento de su persona, y pidió la ayuda de los diputados, para colaborar todos juntos en beneficio de la República. Los que aplaudieron mostraban de esa manera concisa la promesa de su asistencia al jefe del Gobierno, aunque después muchos obraron de otro modo. Dijo entonces Azaña:
[…] esa fuerza que tengo la pongo a vuestra disposición, es decir, a disposición de la República, y mientras la República y el Parlamento me permitan conservarla, aquí estaré a vuestras órdenes para trabajar; pero no me hagáis perder esa fuerza, maltratando mis propósitos, mi lealtad y mi sacrificio, porque me haréis mirar con envidia ese otro sitio, lejos de la pesadumbre y de las amarguras de este escaño. (III, 176.)
Recordaba la aceptación del sacrificio de presidir un gobierno, en contra de sus deseos, para solicitar desde esa postura el necesario apoyo a su gestión, al trabajo compartido, porque se hallaba legitimado para pedirlo. Claro que era consciente de que muchos de los diputados consideraban una misión obligatoria impedirle cumplir sus planes de consolidación de la recién nacida República. No se engañaba respecto a las dificultades. Por saberlo presentó una verdadera súplica a los diputados. Les demandó un poco de respaldo, lo que tenía derecho a exigir, pero que prefería solicitar con humildad. Asumía sus responsabilidades como un servidor de la República, con la mayor modestia. Y mendigaba que no le hicieran arrepentirse un día de haber cargado con la responsabilidad de gobernar, en contra de sus intereses y deseos. Bien conocía las argucias de sus oponentes, por lo que temía que consiguieran poner en práctica una dialéctica obstruccionista. Que fue lo que efectivamente hicieron.
Nunca una política de partido
Se sabía legitimado para dirigirse a toda la nación con libertad, porque cumplía sus promesas y no se apartaba de cuanto había anunciado en los programas electorales. Su probidad era conocida e inatacable, y se apoyaba en el sentido del deber. Su conciencia le dictaba como norma que el político tiene la obligación de decir la verdad siempre, aunque moleste, porque el pueblo es soberano, así que quien pretende engañarle es un delincuente. Hay un testimonio muy importante acerca de esta cuestión. Cuando habló en el teatro Pereda de Santander, el 30 de setiembre de 1932, hizo un resumen de su gestión al frente del Gobierno, y pudo presentar un resultado positivo, pese a que la coyuntura no se mostraba satisfactoria. Era preciso reconocer que entonces las circunstancias resultaban muy desfavorables, en cualquier aspecto en que se las contemplara, social, económico, militar, eclesiástico, etc., porque todas las fuerzas reaccionarias conspiraban para restaurar la monarquía desechada por la mayoría del pueblo español:
Cuando este Gobierno se constituyó, pronto hará un año, yo dije en las Cortes que, durase un mes, un año o un quinquenio, jamás haría yo política de partido desde la Presidencia del Consejo, principio que he cumplido, creo que hasta con exageración, y que estoy dispuesto a seguir cumpliendo. No se puede hacer política de partido desde el Gobierno, porque, durante mucho tiempo, en España no podrá haber gobiernos homogéneos ni de un solo partido. (IV, 20.)
Había hecho una promesa, la cumplió y la explicó. Sus contrincantes políticos le acusaron de muchos defectos relacionados con su carácter, que no delitos, pero nunca lograron demostrar que utilizara su poder personal para lucrarse él mismo o para beneficiar a Acción Republicana. Y al tomar las decisiones gubernamentales, tuvo presente en todo momento el interés de la República por encima de cualquier consideración partidista. Se comportaba como un señor de la política, porque tal era su estilo de vida. Por supuesto, la política de su partido era republicana, y si obtenía votos de los electores se debía a que la aprobaban. En consecuencia, la actuación gubernamental de Azaña coincidía absolutamente con la de Acción Republicana y la opinión de sus votantes. Lo que no hacía ninguno era partidismo. A todos les importaba únicamente el porvenir de la República.
Por decencia política
Procedió con el mismo señorío en el poder y en la oposición, por decirlo con un título suyo. El 16 de octubre de 1933, cuando se hallaba fuera del Gobierno, pronunció un discurso para clausurar la asamblea de Acción Republicana. Era un momento de derrota política, nada propicio para el entusiasmo de presumir de aciertos. Desde esa perspectiva repitió Azaña la firmeza de su convicción para no poner en práctica una política partidista. Con sinceridad manifestó a sus correligionarios que no había tenido en cuenta los intereses del partido mientras presidió el Gobierno:
Y los perdí de vista también, voluntariamente, por un motivo de decencia política (grandes aplausos), para cumplir lo que os prometí y lo que me prometí a mí mismo cuando, hoy hace exactamente dos años, me vi contra mi voluntad exaltado a la Presidencia del Gobierno provisional: que jamás el poder en mis manos resultaría en beneficio de los intereses políticos, legítimos, sin duda, pero intereses de partido. Así lo he cumplido. Yo no he canalizado los favores del Gobierno a través de Acción Republicana; yo no he protegido ni siquiera a un modesto Comité de Acción Republicana; yo no he hecho un favor político a ningún consecuente de Acción Republicana, ni a nadie por ventura. (Aplausos.) Vosotros sé que lo aprobáis, y en virtud de esa conducta, yo puedo deciros ahora. «Acción Republicana: he robustecido tu autoridad moral en el país.» (Aplausos.) Pero aquel Gobierno ha hecho muchas cosas. Con la palabra, que es el gran instrumento de creación política dentro y fuera del Parlamento, hemos creado una doctrina, con la conducta un ejemplo y con las realidades una República. (IV, 499.)
Es lógico admitir que los afiliados estaban de acuerdo con la política general sustentada por el partido, ya que en caso contrario les bastaba con causar baja para demostrar su disconformidad. Es posible que algunos pensaran que su líder llevaba hasta el extremo más amplio su escrupulosidad, pero eso precisamente enaltecía tanto el señorío de su figura sobre las demás. Y si continuaban aceptando la disciplina del partido, es claro que no lo hacían esperando una prebenda que les regalara su jefe en premio a la fidelidad: él mismo les advertía de su negativa rotunda en ese aspecto.
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